Cada familia es un mundo distinto. Pretender hallar una fórmula mágica que sirva para garantizar urbi et orbe la continuidad del esfuerzo realizado por la primera generación en la empresa es simplemente una utopía. Sin embargo, es absolutamente necesario, teniendo en cuenta la idiosincrasia de la familia, su situación patrimonial y la configuración de la empresa, encontrar un compromiso que delimite las reglas del juego a seguir a medida que la familia vaya creciendo y en la misma se integren sucesivas generaciones.
Articular este marco de actuación no es fácil, aunque, al mismo tiempo es tan de sentido común como tratar de evitar las trampas que plantea la empresa familiar y comprender que las decisiones han de ser siempre empresariales. Familia y empresa, dos mundos diversos y entrelazados que pueden convertirse en algo “invencible”, o en un infierno, en caso contrario.
A pesar de la abigarrada casuística, siempre hay un hilo más o menos común de acontecimientos. Llega un momento en que el empresario percibe que la empresa se le ha hecho grande, se ve con una edad avanzada y tiene una situación familiar muy distinta a la que había cuando arrancó el negocio. Empieza a notar que ha perdido liderazgo en su propia empresa, y comienza a plantearse como garantizarse el dinero que precisa para sus años venideros y cómo repartir el pastel de forma justa entre sus hijos.
Éste es el paso de la primera a la segunda generación y normalmente el padre lo deja todo bastante bien atado y los problemas no son excesivos. Éstos crecen con el paso de sucesivas generaciones, cuando la empresa ya es grande.
De entrada, lo más corriente es que los familiares que están en la empresa quieran repartir poco dinero para poder invertirlo en ella, mientras los que están fuera priman el tocar billetes. El peligro es que toda la energía se gaste en luchas internas y la empresa vaya de mal en peor o se acabe malvendiendo.
Si se llega a esta situación, todo está perdido y querer salvar la empresa con un protocolo es tirar el tiempo y el dinero. Hay que evitar llegar ahí y para ello sólo hay un camino: que los miembros de la familia amen el proyecto empresarial y tengan confianza. Ahí sí, el protocolo familiar sí es necesario, porque, si está bien articulado, sirve para desarrollar la paz interna y para que ésta no se rompa.
Pero ¡ojo!, un protocolo que sólo esté basado en reglas jurídicas puede servir para generar confianza, pero es incompleto. Ha de incluir también reglas que ayuden a amarla, para que sea completo; basadas en razones que pueden ser emotivas, económicas, de sistema de valores… El proceso ayuda a conocer la empresa, a comprometerse, por ello el asesor externo debe trabajar muy a fondo con la familia.
¿Cuándo se plantea la necesidad de hacer un protocolo familiar?
La idea de hacerlo puede nacer en cualquier momento, en una simple charla de café o por consejo del asesor externo, pero, sobre todo, al ver que lo hacen otros y les empieza a funcionar. El boca a boca es lo que mejor funciona en este caso. Lo importante es que se plantee cuando ni siquiera se ha pensado que un día puede haber tormenta.
La claridad en las ideas a desarrollar resulta fundamental. Hay que plantearse la necesidad de dilucidar qué tipo de empresa se quiere ser. Nos debemos preguntar; ¿qué podemos esperar de la empresa en términos de crecimiento, de internacionalización, de diversificación, de organización…? e incluso plantearse si un día y cuando pueden dejar de ser una empresa familiar. Todas estas preguntas enriquecen a los familiares y les ayudan a comprometerse con el proyecto. Y tienen información. Las familias tienen aversión a la falta de información.
En el protocolo debe tratarse toda la problemática y, algo muy importante, se ha de saber combinar el ritmo del proceso con la amplitud de temas que se tratan. Una alta velocidad es imposible. Por ello hay que desconfiar de los protocolos que se hacen en 15 días (sólo son documentos y nada más), y por supuesto también de aquellos que se venden por correo o por internet…
En realidad, el proceso dura habitualmente entre un año y un año y medio, todo depende de la empresa y de su complejidad. Luego hay un período de unos seis meses para la ejecución jurídica de las decisiones que se han tomado y después queda el coaching con el consejo de familia, el seguimiento, que es muy importante. De todos modos, no es algo para toda la vida, sino que se debe actualizar cada vez que sea necesario.
Al final, tenemos la obligación de hacer una herramienta lo más válida posible para nuestras empresas. Hoy existe una conciencia de gestión muy superior a la que había hace 25 años y hay una preocupación mucho mayor sobre lo que pueda pasar en el futuro. No debe olvidarse que la sociedad es más compleja, jurídicamente hablando, y que tomar una decisión fiscal acertada, en una sucesión, por ejemplo, puede suponer muchos millones.