Para nosotros los humanos conocer el firmamento no ha sido sólo la sofisticada necesidad psicológica de dar respuesta a nuestros propios orígenes. A lo largo de la historia ha sido una necesidad mucho más primaria: el cielo es la fuente de vida y la esperanza de supervivencia. A lo largo de la historia ha sido una necesidad mucho más primaria: el cielo es la fuente de vida y la esperanza de supervivencia.
Desde que tuvieron lugar los primeros asentamientos agrarios en los ríos de Mesopotamia y también en el Indo, Nilo o en China, que fueron los inicios de las grandes civilizaciones, el ser humano ha tenido una dependencia práctica con el firmamento que le ha permitido conocer el espacio y el tiempo donde se enmarcaban sus necesidades.
El conocimiento del cielo ha sido siempre un sexto sentido para adaptarnos más fácilmente al medio. Vestigios de ese quehacer astronómico, semimístico y, sobre todo, práctico, los tenemos en un cúmulo de monumentos megalíticos, como el de Stonehenge (Inglaterra), que tenía la simple función de medir el tiempo, ya que no existía otra forma de calendario que no fuera el de la simple observación astronómica, a través de unos indicadores que eran las ventanas de los trilitos y unas piedras verticales que servían de puntos de mira sobre el horizonte.
El inicio del año en mucho de esos calendarios lo marcaba alguno de los solsticios. Así, el actual calendario es de influencia egipcia y se debe a Julio César y a un sabio egipcio llamado Sosígenes, quien acompañaba al “lote de virtudes” de Cleopatra. Tenía por origen el solsticio de invierno y era la fiesta del “día de sol naciente”, que en aquella época se situaba de forma imprecisa en el primero de enero, cuando el Sol comenzaba a desplazarse hacia el norte en su orto.
La otra gran fiesta, en su inicio pagana, era el actual día de San Juan, que venía a coincidir a “groso modo”, con la máxima declinación del Sol y, por tanto, la noche de menor duración. El calendario egipcio-romano fue adoptado por el cristianismo y posteriormente reformado, por el Papa Gregorio XIII en el año 1582.
Esta reforma posibilita que los meses y los días puedan estar en “su sitio” dentro de las estaciones hasta dentro de muchos milenios. El desfase es de sólo 3 días cada 10.000 años. Fundamentalmente las medidas del tiempo y del espacio no han variado demasiado. Ahora con los relojes atómicos y los círculos meridianos, es sólo más precisa. Pero los fundamentos siguen siendo los mismos: conocer con precisión cuándo y dónde para poder saber cómo.
astronomía y astrología eran en la antigüedad una única ciencia. Si los astros indicaban el destino de las estaciones y, por tanto, del clima y de la agricultura. ¿quién no se atrevía a extrapolar también el futuro de las personas y de las cosas?…
Hasta el siglo de la razón no se marcarían realmente los límites de la ciencia. Aún hoy, las creencias y costumbres envuelven de simple tradición algunas de las ciencias más consolidadas. Esos primeros periodos de la Astronomía, o lo que es lo mismo, de la ciencia en la antigüedad son descritos de una forma muy panicular y agradable por Manuel Serinell en sus “pinzellades” de la historia de la astronomía, un agradable recorrido por estas técnicas de medida del tiempo.