El trabajo se ha convertido en un bien tan escaso que, para los pesimistas, el pleno empleo es un ejercicio académico de los manuales de macroeconomía, sino una curiosidad de historia económica. Aunque bien es cierto que en la dos últimas décadas los distintos Gobiernos están realizando reformas para cambiar esta percepción, además de incluir medidas (como el control de presencia de los trabajadores) que ayuden tanto a trabajadores como empresas a ser más productivos en sus puestos de trabajo.
Por otro lado, se mantiene, de forma implícita, que el derecho al trabajo de los ciudadanos (Constitución, art. 35) es una utopía programática que los países europeos vivieron una vez y no más. Es la posición cómoda de pereza mental ante una realidad que siempre sufren otros. El parado es una estadística, no un sujeto social y políticamente articulado.
Para empezar, nadie quiere reconocer la verdad que muchos expertos saben y los más intuyen: ni el crecimiento económico por sí solo, ni estimulado o desbloqueado mediante los instrumentos convencionales de la política económica o las llamadas “reformas estructurales”, solucionarán el problema.
Y no lo harán porque éste es producto de una mutación histórica todavía no asimilada. El progreso tecnológico en las últimas dos décadas y el aumento de la productividad que genera son de tal naturaleza que la creación de riqueza en los países industriales, los bienes y servicios que la sociedad demanda, precisa cada vez de menos tiempo de trabajo.
En España hoy todavía tenemos similar número de ocupados que hace 20 años, pero el doble de PIB. Como dice el economista francés Guy Aznar, “lo que disminuye no es la tarta, sino el tiempo preciso para elaborarla”. Esto, que es la enjundia del progreso, es innegable históricamente: el avance tecnológico ha ahorrado trabajo espectacularmente en la agricultura, lo está haciendo en la industrial y muchos servicios, incluida la Administración, van por el mismo camino.
Según el profesor Emilio Fontela, hace un siglo un trabajador solía pasar 3.000 horas al año trabajando (y el 60 % de su tiempo de vida); hoy en Europa el promedio es de 1.700 horas (el 30% de la vida).
En los últimos veinte años este proceso histórico se ha acelerado con la irrupción de las nuevas tecnologías. Ya no es el factor trabajo el que produce ayudado por la máquina, sino ésta, la que previamente programada, actúa con casi total autonomía.
Es un cambio tan profundo de la naturaleza del trabajo y de su organización social, que la ecuación demanda crecimiento de la producción-empleo queda “trastocada”. A esto se une la vertiginosa apertura hacia la globalización de los mercados, que constriñe el margen de maniobra con el imperativo de la competitividad, y muy especialmente en las sociedades avanzadas con mayores costes laborales y nivel de vida.
Estarnos atenazados entre la mejora de la productividad (que ahorra tiempo y trabajo) y la necesidad de competir (que exige reducir costes), entre el progreso tecnológico imparable y la globalización irrevocable. Competimos para tener trabajo, y ahorramos trabajo y costes laborales —a la postre empleo— para poder competir. No somos capaces de generar nuevos empleos competitivos al mismo ritmo que la tecnología los ahorra, desde dentro, y los nuevos competidores internacionales lo destruyen, desde fuera.