Unos huevos a la nieve en el carro de postres de un restaurante son espectaculares, invitan y contagian alegría a los comensales. A los niños se les van los ojos tras el merengue, y es que el volumen siempre ha sido cautivador. Fíjense, si no, en el azúcar que se sirve en las ferias o en la cara de sorpresa de los comensales ante un suflé.
Provocar esa excitación es una virtud de los postres. Existe en Barcelona una escuela restaurante de postres, Espai Sucre, dirigida por Jordi Butrón, que cuenta con la colaboración de auténticos talentos creativos como Albert Adrià, Ramón Morató i Xano Saguer, propietario junto a Jordi de tal “invento” agradablemente dulce.
En los grandes restaurantes se estilaban los carros de postres, mientras que hoy van desapareciendo paulatinamente, como si la moda pudiera con el espectáculo. En cambio, hoy encontramos en las mesas un auténtico festival de “petit fours” y chocolates, a modo de complementos que se suman al festín gastronómico.
[columns size=”1/2″ last=”false”]Lejos quedan aquellas trufas congeladas con nata chantilly de mala calidad. Hoy, con carro o sin carro, los postres ocupan un lugar de honor en toda comida. [/columns]
¿Qué aficionados a los postres no recuerdan a Annick Janin, primero en El Bulli y después en La Ciboulette?
La huella de su calidad profesional se puede encontrar en más de un restaurante. Barcelona tiene en el gremio de pasteleros unos grandes promotores de la ciudad. En este sentido, los nombres de Escribà y Baixas son grandes instituciones.
Pasteleros como Paco Torreblanca, en Elda; Torull, en Lleida, o Sauleda, en Sant Pol, ayudan a que la profesión progrese, al tiempo que nos endulzan la vida. Hoy, entre una parte de la crítica se promocionan los postres sin presencia de harina; hojaldres, bizcochos, creps, genovesas… han caído en una especie de olvido y han cedido su puesto a mousses, espumas, helados, sorbetes, sopas, cremas y coulis.
Dominan la simplificación y la ligereza combinadas con la imaginación. Es siempre la misma historia: cuando un pastelero no conoce las bases, prefiere realizar un cóctel exótico antes que aceptar su incapacidad. Dominar el azúcar, sus puntos, la temperatura del chocolate y saber manipularlo es algo que requiere mucha formación y disciplina.
Cocina conventual
La imagen popular de los monjes se asocia a la del gourmet que luce una oronda figura, que, como bien saben, no se desarrolla por la falta de ejercicio, sino más bien por una alimentación suculenta y alejada de los ayunos.
En los recetarios que aparecen sobre cocina monástica, se atribuye a los monasterios un sibaritismo culinario que la mayoría de las veces no pasa de ser una falacia. Antiguamente los monasterios tenían que ser, y a menudo eran, casi autosuficientes. Los vinos y dulces fruto del arte culinario y enológico de los frailes o monjes responden a las necesidades propias de la más elemental subsistencia.
[columns size=”1/2″ last=”false”]Esto no está reñido en absoluto con la calidad de las elaboraciones, que depende de los conocimientos y habilidades de los frailes artesanos. [/columns]
Bajo una apariencia de anulación del deseo y ante la imposibilidad de pecar de gula por el modesto presupuesto para la compra, el conjunto es de un equilibrio admirable. Las comidas se acompañan con vino, tal y como permite la regla de san Benito reformada por Bernardo de Clairvaux; regla nada fácil de cumplir, porque exige una fe en Dios apasionada.
Eso sí, los horarios estrictos de los cistercienses facilitan al organismo la asimilación de los alimentos, principio imprescindible si se quiere vivir con una dieta equilibrada. Los cistercienses practican el aforismo “a quien madruga, Dios le ayuda”: a las cinco de la mañana empiezan los maitines, con cantos y oraciones; el desayuno es a las nueve menos cuarto; el almuerzo, a la una y cuarto de la tarde, y la cena, a las siete, hora y media antes de las últimas oraciones en comunidad, lo que permite acostarse con la digestión terminada.
Las minutas son las mismas que las de cualquier familia que cocine con paciencia y sentido común: mucha verdura, ensalada, sopa, pescado azul fresco y blanco congelado –por el precio, supongo–, carne con moderación, mucha fruta y lácteos en el desayuno y en la cena. Los monjes cistercienses de Poblet enseñan a comer para vivir, y no vivir para comer.
La historia monástica en España tiene sus claroscuros en lo que a la alimentación se refiere, pero es cierto y loable que a los pobres a menudo les han llenado las escudillas en los refectorios para matar el hambre. Y cuando una reformadora ilustre, santa Teresa, con el halo de austeridad que presidió su vida pobre y atormentada, escribió que “también entre los pucheros anda Dios”, nos legó el mensaje de que la dicha eterna se puede alcanzar a través de un hecho tan mundanal como el cocinar.