Pasar el fin de semana en la cada vez más frecuente segunda residencia puede ser una buena opción, pero no siempre es tan recomendable como parece, especialmente para los niños. A todo lo positivo que se le pueda atribuir –contacto con la naturaleza y entretenimiento–, se le añade un componente importante de estrés que les puede provocar irritabilidad, trastornos del sueño y problemas de aprendizaje, según alertan los expertos.
Muchos profesores de educación infantil y primaria se quejan de que los niños llegan a la escuela los lunes agotados después de un intenso fin de semana, a menudo caracterizado por un descontrol de horarios e incluso de comidas, con muchas actividades y largas caravanas en el coche de ida y de vuelta a la soñada casita en las afueras. Los lunes los niños llegan a clase con ganas, simplemente, de jugar, según constatan profesores.
“Parece que les hemos hecho entrar en nuestra dinámica, no les permitimos ver pasar el tiempo, sino que tienen que ‘usarlo’.” Como explica Núria Rajadell, profesora de la facultad de Pedagogía de la Universitat de Barcelona, la segunda residencia puede llegar a provocar consecuencias negativas en los ámbitos personal, familiar, social o económico, bajo un falso mito de felicidad y bienestar.
Se considera la segunda residencia como aquel espacio que permite al niño jugar en la calle, gozar de libertad. Pero más adelante, con la llegada de la adolescencia, podemos encontrarnos ante dos situaciones: cuando el muchacho sigue interesado en este segundo domicilio, aumenta sus exigencias de carácter económico y material (moto, coche), amplía sus horarios nocturnos, y los padres muchas veces no saben dónde se encuentra su hijo. En la situación contraria, cuando el muchacho no ha echado raíces sociales y ha establecido su grupo de amigos en el barrio, se generan sentimientos de impotencia por parte de los padres, rebeldía por parte del hijo, peleas entre hermanos y discusiones entre la pareja por las concesiones ante el hijo. Ambas situaciones acaban causando conflictos familiares.
Todos los integrantes de la familia sufren además en el terreno personal las consecuencias de las caravanas de regreso. El padre –habitualmente al volante– se carga con una tensión que no se diluye con el posterior sueño nocturno. La madre apacigua por un lado al padre y por otro relaja las protestas entre los hijos, que progresivamente aumentan. En muchas ocasiones, para evitar la caravana de vuelta, la familia regresa después de la cena, y los niños se duermen por el camino.
“Aquella noche ya se les ha cambiado el patrón de sueño, y al día siguiente, lunes, empiezan las clases con un elevado nivel de cansancio y una preocupante desconexión. Los niños que van cada fin de semana a la casita del campo o al apartamento de la playa están el lunes igual que cuando los adultos nos vamos de celebración una noche y al día siguiente suena el despertador para ir a trabajar. Se acepta en contadas ocasiones, pero la frecuencia es perjudicial y a la vez preocupante”, explica Rajadell.
El fin de semana debería representar un periodo de descanso y reflexión de cómo ha ido la semana y también para realizar actividades de una manera pausada y en el entorno habitual del niño. Pero en realidad, prosigue la aceleración continua, no hay tiempo para romper con la rutina ni, mucho menos, se pierde el tiempo. Esta situación afecta a toda la familia.
Núria Rajadell también incide en la apariencia social que rodea el hecho de tener una segunda residencia. “Muchas familias se crean una serie de necesidades ficticias que provocan ansiedad y estrés que podrían ser evitables.”Es como el caso, explica irónicamente, de los niños que acuden al psicólogo para relajarse haciendo un puzzle, aunque para llegar a la consulta han tenido que ir en coche tres cuartos de hora en plena hora punta. “¿No sería de más sentido común relajarse haciendo el puzzle en su casa, charlando con sus padres?”