La soledad del corredor de fondo es una figura literaria que nada tiene que ver con el pelotón de los atletas vocacionales, al menos en las carreras populares. Ésta es una de las conclusiones a la que se llega, en primera persona, después de haber corrido cuatro maratones. Ahora, con el levantamiento del Estado de Alarma y la mejora de la incidencia por la Covid-19 en toda España, vuelven, y con más fuerza que nunca, las carreras populares. Muchos son los que estábamos esperando volver a colocarnos un dorsal para carreras y sentir de nuevo esa emoción y pasión por esta disciplina deportiva.
Más allá del grupúsculo que va a ganar o a quedar entre los puestos de privilegio –dicho sin ningún ánimo peyorativo y sin envidia de perdedor–, la mayoría de estos corredores que carece de ánimo de lucro sólo quiere sentirse querido, escuchado o, sobre todo, arropado por el pelotón. En especial cuando uno cree que va muy bien, que va a batir su propia marca, y en el kilómetro 30, cuando sólo –o aún, sobre todo aún– faltan otros 12 kilómetros y se hunde porque le duelen las piernas en los lugares más insospechados.
Es entonces cuando uno se fija en los compañeros de marcha –el ‘buen rollo’ se prolonga al menos hasta el medio maratón–, observa el sufrimiento ajeno, y sólo con una mirada se consuela de tanto dolor, propio y ajeno. Los rostros tienen surcos blancos, que son los que dejan la sal de la deshidratación, y en algunos pechos, en especial los masculinos, más desprotegidos, empiezan a despuntar manchas rojas, que son las que deja la sangre surgida de tanto roce con la sufrida camiseta.
La magia del maratón popular
La magia del maratón popular reside precisamente en eso, en esa amistad que surge entre los inscritos. A más tiempo para recorrer los algo más de 42 kilómetros, más buen ‘feeling’ se crea entre los atletas. La marcha tiene varios momentos. El inicio es de fiesta y se aplaude a los que paran para hacer la nerviosa ‘meadita’ de poco después del disparo de salida. Luego vienen los momentos de conversación, del yo quiero hacer menos de tres horas o yo me conformo con bajar de las cuatro. Y a partir del kilómetro 30 o 32, el momento de la resistencia y de la pugna contra uno mismo y su propio cuerpo, que te dice no puedo más y tú le respondes que no, que no me puedo retirar.
Así es el maratón, una carrera contra uno mismo, que casi siempre sólo pretende alcanzar el final. Cada inscrito tiene su propio récord. El mérito principal es acabarlo, aunque siempre habrá aquellos que, una vez en la línea de meta, alardearán de su gran resultado, que no será mejor del que llega unos segundos antes.
Esa es otra de las terapias de una carrera de esa longitud. Es el triunfo de la clase media, de la persona normal dentro del grupo de los normales. Siempre hay alguien que adelanta al corredor que se cree único en su misión atlética. Una manera de poner los pies en el suelo es descubrir que el señor 20 años mayor que tú que corre contigo te da las claves para hacer tu propio récord.