Nadie puede negar que en los últimos años los hospitales y centros sociosanitarios, dentro de los distintos sistemas de salud, están cambiando por varios motivos, fiel reflejo de la transformación que la sociedad en general realiza en todas sus estructuras.
Por un lado, el conocimiento científico-médico, con sus rápidos avances, tanto de altas tecnologías (TAC, resonancia magnética, angiografía digital, etcétera…) como de modernas aportaciones terapéuticas técnicas (cirugía del trasplante de órganos, avances en el campo de la anestesia, mejoría en el control del enfermo ya operado, del mantenimiento del paciente critico en las unidades de cuidados intensivos, aparición de nuevos fármacos, etcétera) son elementos esenciales para comprender este fenómeno del cambio.
Asimismo, la investigación básica y sus aplicaciones en el campo de la clínica asistencial crean tendencias y líneas de innovación constante: crecimiento de la importancia del estudio en los campos de la inmunología, cáncer, genética, etcétera. Todo ello forma un conjunto de gran peso específico en la toma de decisiones del profesional sanitario respecto al hecho central de la relación médico-enfermo, como es el acto clínico.
Paralelamente, y como componente básico del Estado del bienestar y de la universalización de la medicina como elemento incuestionable de nuestro sistema sanitario, a lo anteriormente expuesto se une la aparición de una mayor demanda social (incluso a veces exigencia). Individual y colectiva del derecho a la salud de forma imperiosa.
También hay que añadir los problemas inherentes a nuestra época como el envejecimiento progresivo de la población y su atención sociosanitaria, asistencia a los enfermos terminales, la aparición de nuevas patologías y enfermedades que confluyen, a menudo, en dilemas y debates de tipo ético y legal.
Y esto se produce porque en ocasiones no coinciden los intereses de los profesionales en su línea de constante avance y mejora de los resultados (más bien técnicos y reparadores) que los que la sociedad les pide y percibe: calidad de vida y no cantidad de vida. Ello es debido a que la sociedad no asimila con tanta rapidez todos estos elementos en cuestión, retrasándose todavía más cualquier mareo jurídico que los regule, siendo necesarios amplios debates abiertos para llegar a la convergencia de objetivo y una regulación adecuada.
Finalmente, y debido a la grave situación económica iniciada ya con la crisis del petróleo de los setenta, junto al incremento constante del coste y gasto de la sanidad, irrumpe en este complejo campo el control de la gestión hospitalaria para optimizar, redistribuir, y dar preferencia a los limitados recursos de los que se dispone para cumplir con el principio de equidad del sistema sanitario.
Con todo ello, es fácil la confusión y pérdida del objetivo primordial de la misión fundamental de los hospitales, que se centra, por definición, en asistir, y a poder ser, en curar a los enfermos: a ello se añade la distorsión clara en la clásica relación médico—enfermo. A la mínima distancia que hay entre estos dos protagonistas del acto clínico, en la cabecera de la cama o en una mesa de despacho de la consulta, se le añaden otros elementos nuevos que pueden dificultar la toma de decisiones: criterios preferentes, control económico, corresponsabilidad en el presupuesto, responsabilidad jurídica al alza, etcétera. Esto alejan al paciente/cliente del médico.
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