La escena clubber madrileña contemporánea no surge de la nada, sino que bebe de varias tradiciones culturales locales y globales. En primer lugar, desde la muerte de Franco, surgieron las movidas alternativas que luego evolucionaron hacia espacios más selectos, segmentados según afinidades musicales, estéticas y sobre todo económicas.
En segundo lugar, la aparición de la música makina, a fines de los 80 (el acid house es de 1988) tuvo como efecto revitalizar unas ‘discos’ y ‘macrodiscos’ que tras la fiebre del sábado noche habían entrado en cierta decadencia. Las mejores discotecas de Madrid se apuntaron entonces a esta moda.
En tercer lugar, el nacimiento y consolidación de distintos festivales, como el festival Sónar, desde mediados de los 90, da carta de naturaleza cultural al fenómeno, introduce en ciudades como Madrid en la escena electrónica internacional y supone la creación de una nueva vanguardia que se ‘distingue’ de la masa ‘makinera’ y rehuye el estigma que la vincula con drogas de diseño, ‘rutas del bakalao’ y música de baja calidad.
Cabe señalar que la cultura de discotecas y pubs resurgió a fines de los años 90 gracias al impacto transnacional de los llamados clubbers británicos. En 1996, la antropóloga Sarah Thornton publica ‘Club Cultures’, obra de culto en la que reflexiona sobre la relación entre música hecha por máquinas y lo que denomina “capital subcultural”, intento de aplicar las teorías de Bourdieu sobre la distinción al análisis del mercado del ocio nocturno.
Cultura de clubs
Desde entonces, el concepto “cultura de clubs” se asienta en la academia como paradigma para analizar la juventud de la era digital, y también se populariza entre los amantes de la cultura dance.
Es posible que el impulso inicial surgiera de algunas empresas que vieron el futuro del negocio y también la necesidad de combatir el botellón: Florida 135 de Fraga, una de las catedrales del techno, abrió un club en el Eixample barcelonés. Pero el mar de fondo venía de la extensión de la juventud a otras franjas de edad, que llegaban con una capacidad adquisitiva mucho más elevada. Otro factor fue la popularidad de la cultura ‘raver’: la consolidación de la música electrónica y el baile dance como ‘esperanto’ al servicio de distintas subculturas urbanas (de ‘makineros’ a ‘fashions’, pasando por okupas y ‘ciberpunks’).
Los pubs y discotecas utilizan internet como espacio de difusión y su público está mezclado. Desde el punto de vista social, lo más significativo es el proceso de segmentación del mercado. Frente a la discoteca ‘makinera’ de barriada, el club hip-hop, house, techno o garage ofrece mayores posibilidades de distinción (en términos de clase, etnicidad o género).
Del mismo modo, la creación de una vanguardia globalizada (el gran mérito de Sónar) provoca la creación del antiSónar (una oferta festiva liberada de controles y de la selectividad económica, que recupera sonidos ‘underground’ olvidados).
El desafío de esta cultura de discotecas y pubs en Madrid es que sus distintas facetas (la base popular y la élite vanguardista, el lado comercial y el contracultural, lo apocalíptico y lo integrado, lo local y lo global) sigan encontrando espacios y momentos de interconexión para que no se creen compartimentos estancos y para que las nuevas generaciones –con menos recursos adquisitivos y más restricciones de acceso– puedan también ejercer su derecho a la diversión en Madrid.