Que todo traductor es también un escritor es algo sobre lo que la mayoría seguramente estará de acuerdo, aunque tal vez alguien rectificaría la afirmación limitándola tan sólo a los traductores literarios, o incluso los más quisquillosos dirían que un traductor, por literario que sea, es, mientras no se demuestre lo contrario, sólo un escribidor, es decir, un artesano, por oposición al auténtico escritor, que sería un artista, según la óptica más tópicamente romántica.
En el otro extremo, hay quien sostiene que la traducción es la última actividad lícita para un auténtico escritor en este fin de siglo, cuando ya tanto y tan bien se ha escrito. De lo mismo se quejaban, más o menos, los latinos que escribieron después de los griegos, los escritores medievales, que se consideraban enanos sobre hombros de gigantes -los clásicos-, o La Bruyère, que ya en 1688 empezó su libro con un rotundo “ya todo está dicho”.’
La verdad es que esta cuestión no tiene mucha relevancia. Puestos a hablar de la actividad del traductor que es también escritor (o viceversa), podemos fijarnos en otros aspectos más reales; por ejemplo, ¿son mejores las traducciones de los traductores escritores que las demás? También existe la posibilidad de acudir a las agencias de traducciones y preguntarse de la importancia de estos profesionales en la traducción no solo de textos literarios sino también de otros tipos de escritos.
La experiencia indica que no hay respuesta fija, y que todo depende de sintonías inesperadas y diversamente valoradas. Por ejemplo, Josep Carner nos puede parecer un genial traductor de La Fontaine, pero un no muy buen traductor de Dickens. Por cierto, las obras de Charles Dickens han sido de las más traducidas, con traducciones en alemán, francés o castellano.
Seguramente lo que hace excelente una traducción literaria es esta especie de sintonía estilística e incluso moral que se da entre el autor original y el traductor, y que es posible tanto entre escritores como entre escritor y traductor a secas.
Otra cuestión de interés: ¿tiene más libertad, a la hora de traducir, un escritor que un traductor no escritor? Probablemente sería más útil hablar no de la libertad que tiene, sino de la que se le concede, y la experiencia nos dice que la dicotomía no pasa por la diferencia entre escritor traductor, sino entre un traductor al que la institución literaria, por lo que sea, reconoce algún tipo de autoridad (imaginaria), y un principiante, o desconocido.
Al primero se le permitirán manipulaciones diversas, así como infracciones a la norma gramatical, avaladas por sus hipotéticos conocimientos; el segundo deberá doblegarse a la autoridad del editor y el corrector hasta que se le juzgue digno de poseerla licencia para transgredir.
Otra cuestión, y de la mayor importancia, es determinar cómo será percibida por el lector esta libertad. Por ejemplo: ante una frase construida de manera extravagante o irregular, el lector tenderá a reaccionar de maneras diversas si se trata de la obra de un traductor reconocido (y a “fortiori” de un escritor acreditado) o bien sí procede de un traductor desconocido. En el primer caso, probablemente percibirá la irregularidad como un rasgo estilístico, y por tanto la atribuirá al autor extranjero y aprobará al traductor, mientras que en el segundo supuesto es muy posible que piense en un descuido o una muestra de incompetencia por parte del traductor novel, y lo descalificará.
Esta situación se produce con especial frecuencia cuando se trata de traducir escritores con un estilo muy marcado, escritores “manieristas”, por así decir, y pone a los traductores en situaciones difíciles. Pero también aquí, la diferencia no es tanto entre un traductor que sea también autor original y un traductor no escritor, sino en el mayor o menor crédito que el lector conceda a priori al traductor.