Desde sus tempranos filmes, rodados en la tardía adolescencia, Chantal Akerman ha mostrado el trazo generoso y cordial de las letras privadas, la voz cálida que se descifra en los signos de la escritura íntima. Tras su precoz debut en el cine, con dieciocho años (“Saute ma ville”, 1968), el curso de sus películas ha configurado transparentes itinerarios de reconocimiento: al igual que la lectura de una antigua carta amorosa, los filmes de Akerman motivan en el espectador reminiscencias y transfiguraciones del pasado.
Valga aducir aquí una explicación, entre otras muchas: Chantal Akerman forma parte de la categoría de artista –más abundante en pintores que en escritores– que ha ido gestando su estilo ante los ojos del público, enseñando sus progresivos bosquejos, tentativas y borradores. Las escenas de “Je, tu, il, elle” (1974) en que ensaya una y otra vez la redacción de una carta ilustran esta querencia por los alumbramientos, como la filmación de las calles, edificios y los vagones del metro de Nueva York en “News from home” (1976), ilustran la fusión de la escritura con los días.
[columns size=”1/2″ last=”false”]Chantal Akerman practica un cine moral, meditativo, que esculpe el silencio y la soledad sin caer en el romanticismo[/columns]
Consecuencia de hacer coincidir, de forma tan inusual, la educación sentimental y la obra es la serena composición de imágenes libres de madejas ideológicas. Imágenes que describen con franqueza y nitidez qué cosas son relevantes en la vida y qué son ensueños y espejismos. El que la exposición de estas huellas sea un rasgo frecuente entre pintores informa del temperamento artístico de Chantal Akerman, quien suele explicar que su vocación de cineasta surgió una noche, cuando tenía quince años, al ver “Pierrot le fou”.
La evolución de su obra permite intuir que lo que Akerman descubrió aquella noche en el filme de Godard fue, ante todo, que también en el cine es factible organizar una constelación de motivos primarios –el mar, la luna, las ramas de los árboles– a la manera de un pintor; esto es, que un cineasta puede comprender y ordenar el mundo en un taller.
Con una filmografía de más de una treintena de títulos, no es improbable formarse una imagen definida de ese taller: retratista de la noche, de temperaturas y de encuentros fortuitos o arrebatados, hay una tonalidad lunar y acuática, acaso mágica, en esas carreteras y avenidas vacías; en las fachadas, ventanas y puertas, y en los rostros que parecen habitar un mundo lacustre, azulado, lívido, nacarado, como si todo fuera contemplado a través de una vitrina empañada.
Un mundo donde el amor es una corriente que los personajes tratan de retener juntando o aproximando sus cuerpos, en un vano y conmovedor deseo de fijar la pasión. Se deduce de este paisaje que la aparente opacidad en la obra de Akerman responde a la aplicación de la simple regla del cine –muy olvidada hoy día– según la cual cuanto más estático es un encuadre más se percibe y acrecienta cualquier movimiento.
Chantal Akerman, una filmografía musical
De sus composiciones quedas y austeras emana una suave rotación o una sutil coreografía de leves gestos y desplazamientos. De hecho, Akerman no sabe filmar sino musicales, o, mejor dicho, la piel de los musicales, su tacto. Estamos también ante un cine moral, meditativo, que esculpe el silencio y la soledad en imágenes de vísperas y duermevelas. Esta introspección emociona por la inmediatez con que Akerman rechaza toda suerte de efusiones románticas y exuberancias, y por el trato afectuoso y veraz que dispensa a las personas retratadas.
Su brusca y desnuda expresión nos recuerda que el problema del cine es saber captar la transpiración que surge del contacto entre el cineasta y unos paisajes, rostros u objetos de existencia huidiza con el mismo amor que se profesa por percibir qué tiempo hace. Hija de emigrantes polacos, el hecho de que su madre fuera deportada a Auschwitz le ha arraigado un hondo temor a los muros.
En un escrito sobre “D’Est” (1993), Akerman explica que durante un viaje a la Unión Soviética hizo una serie de fotos del muro de una prisión de Leningrado, y cuando regresó a casa no fue capaz de revelarlas.
Habría que atender a esta íntima fisura a fin de ponderar que Akerman se distingue de la mayoría de los realizadores contemporáneos en que no busca mediante su obra la impostación de un estilo personal, sino entablar un diálogo coloquial que dé respuesta al malestar que le suscita la encarnación de la historia en su propio cuerpo.
La directora prosigue así la lucha de Rossellini contra las prisiones fronterizas, y libera el aire que envuelve la distancia existente entre la cámara, los cuerpos y los paisajes, la lejanía que suscita una angustiosa gravedad que el cine quizá no alcanza a revelar. De ahí su necesidad de documentar geografías –“Histoires d’Amérique”, “D’Est”, “Sud”, “De l’autre côté”– para mostrar la “presencia” de las desapariciones.
De ahí que al contemplar sus autobiográficos filmes pocas cosas podamos adivinar acerca de su identidad, pues es falaz decir que los autorretratos esclarecen más una vida que la ocultación o el fingimiento.
A diferencia de Jean-Luc Godard, amante de la “fatal belleza” que yace en la memoria del cine, Chantal Akerman prefiere escribir a una fugitiva e inasible “dame sans merci” que, como la amiga a la que cantó Villon, se caracteriza por su “hipócrita dulzura”: la efímera dulzura de los rostros que el cine hace cautiva.
Y si sabemos que los brillos de una concha se transforman o desvanecen cuando el niño la coge y el agua se escurre o vira la luz, ¿qué otra tarea tiene la poesía si no es mostrar el encuentro de dos mundos irreconciliables, sean la realidad y la apariencia, lo permanente y lo impermanente, o el agua y la luz?
Mientras la industria cinematográfica construye sus particulares muros con toneladas de imágenes decorativas, Akerman persiste en filmar los pequeños orificios que nos dejan entrever la naturaleza de los milagros cotidianos, con la esperanza de protegerlos y evocar la claridad de la imagen con que el trovador Arnaut Daniel hizo perdurable una puesta de sol en el mar, o la reconciliación entre el agua y la luz: “lo soleills plovil”, el sol llueve.